Dave Beech, 2000

Las paredes se convierten ventanas

Contemplar arte, y especialmente pensar sobre arte, es como estar entre una multitud de extraños que llevan puestas máscaras de tus familiares más próximos, o de tu propia cara reflejada. Una y otra vez te das media vuelta y reconoces una cara querida, hasta que te sorprendes al darte cuenta de que no estás en casa. A menudo es preferible permitirnos la ilusión de que estamos realmente en compañía familiar que afrontar la espeluznante realidad de estar perdidos en tierra de extraños. El arte generalmente opone escasa o nula resistencia a tales licencias autoprotectoras e infractoras que abusan de su familiaridad, de manera que la vanidad pasa desapercibida. Por consiguiente, la mayoría de las veces en nuestra experiencia de contemplar arte no asoma muestra alguna de ansiedad, y persistimos en la creencia de que el arte nos adula hablándonos, dijéramos, en nuestra propia lengua.

Consideren el caso de una artista joven que se aplica a una serie de dificultades de matiz de las que no puede librarse pero que tampoco puede resolver completamente. ¿Y si, tras años de esfuerzos e intentos, produce obras que se asemejan a una escuela reconocible de pensamiento artístico? Supongo que lo más probable es que esa obra fuera interpretada desde el punto de vista de su relación con obras anteriores que pudieran haber tenido, o no, una influencia significativa en su proceso creativo. Quizás queramos decir que ella debería haberse dotado de un conocimiento histórico que le habría evitado «reinventar la rueda». Quizás podríamos decir sin temor a equivocarnos, también, que sus conocimientos no resultan esenciales para nuestra interpretación de sus obras, y que nuestro conocimiento de la escuela de pensamiento antecedente es igualmente indiferente para su indolencia o desinterés. Tales argumentos podrían ser ciertos y, sin embargo, no tienen nada que ver con lo que quiero decir acerca de sus obras. Mi interés sobre si la relación con el arte precedente sería, en tal caso, válida, productiva o interesante, no es más que secundario. Me resultan más intrigantes las formas en que obligamos a obras desconocidas a ponerse las máscaras de viejos amigos para guardar nuestra dignidad.

Desde fuera y retrospectivamente, la evolución en la obra de Maider López puede explicarse como una adaptación o un unir fuerzas con la tradición postminimalista de combinar, en vez de separar, las disciplinas de la pintura y la escultura. De hecho, dicha fusión suele ser normalmente bienvenida, dada la estima de que goza tal tradición en la actualidad. No quiero subestimar lo que indudablemente podría resultar un intercambio fructífero que la propia Maider López podría querer desarrollar. Con todo, merece la pena dejar el minimalismo de lado por un segundo, especialmente dado que Maider López encontró su propio camino y tuvo sus propias razones para neutralizar la vieja oposición entre pintura y escultura. Sin embargo, la razón principal por la que quiero pensar que la obra de Maider López va contra en vez de estar dentro de la tradición de la práctica minimalista es que abre la posibilidad de que no sepamos –o no sepamos todavía– cómo abordar sus obras. De manera que, en cierto sentido, el desencuentro entre ellas resulta enriquecedor. Pero por otro lado, la forzada «malinterpretación» de su obra como no postminimalista transmite la ligera esperanza de que pudiéramos ver algo de su cara tras la máscara más familiar de la práctica postminimalista.

Es un hecho comprobado que el minimalismo se constituyó, junto con otro par de cosas más, a partir de la unión de la pintura y la escultura. De ahí la importancia histórica de la categoría de los “objetos específicos” que Donald Judd perfiló en su ensayo de 1965. Él describe los objetos específicos como “ni pintura ni escultura”. El punto intermedio entre las dos disciplinas de la historia del arte académico —y del decoro de la odernidad— es la autolimitación formalizada del arte, que incorpora materiales simples, sencillos, claros, como última oportunidad del arte de defenderse de lo cotidiano. Comenzando por el conceptualismo, la historia del postminimalismo ha sido testigo de múltiples intentos de forzar la sencillez del minimalismo para incluir lo cotidiano. Pronto, por supuesto, el punto intermedio entre la pintura y la escultura se perdió en la anárquica dispersión del dilatado ámbito de prácticas no artísticas. Pero la no-pintura y la no-escultura retuvieron algo de su anterior encarnación como señal del colapso de la modernidad. Es por ello que la contienda aparentemente postminimalista del arte joven de los 80 y 90 logró cosechar tantas alabanzas por parte de los críticos académicamente bien situados. En su mayoría, y con bastante naturalidad dada la presencia del postminimalismo en la educación artística, los artistas más jóvenes asumieron el manto del minimalismo con cierta dosis de experiencia histórica y más que una pizca de cinismo (¿o era temor?), de manera que toda la variedad de aquello que no fuera ni pintura ni escultura comenzó aparentemente a manifestarse, aunque fuera con retraso. Quizás Maider López deba ser juzgada en el contexto de la ola más reciente de postminimalismo, que se estrella contra los restos del minimalismo esparcidos en la orilla. Pero no sin la advertencia de que su trabajo atrae simpatías no compartidas por el consenso postminimalista.

Cuando un cuadro arrasa la pared que lo rodea con sus colores, desparramándose literalmente por su soporte, entonces nos viene naturalmente a la mente el desafío postminimalista a la división entre pintura y escultura. La desaparición del borde del cuadro es el primer obstáculo en la carrera de la pintura para unirse a la escultura en el camino, y su danza a través del espacio de la galería es más amenazadora para las reverenciadas jerarquías artísticas de lo que normalmente se piensa. Sin embargo, Maider López tiene otras cosas en la mente. Exactamente aquello que resulta difícil definir con precisión, pero que sobresale en sus trabajos más recientes, en los cuales láminas de papel vivamente coloreadas se pegan directamente a la pared en grandes piezas que son tan inestables en sus bordes como marcadas por otros colores que irrumpen a través de aberturas y resquicios entre las láminas. Sí, hay algo sexual en la interacción de colores y la sensación de que esa piel en la pared está siendo perforada y herida, revelando otra piel por debajo. Pero éste no es más que el principio. Maider López realiza obras que no sólo se asemejan al material gráfico postminimalista, sino que comparten sustancialmente la ontología radical del postminimalismo (pertenecen a la tradición de «ni pintura ni escultura»), y sin embargo participan del gesto formal de la apuesta del postminimalismo por una vivacidad lírica que va en contra de toda la crítica seria del postminimalismo. Quizás habría que pensar en la posibilidad de que Maider López sea una agente doble que trabaja dentro de la institución del postminimalismo con el objetivo de someterlo.

Pensar en Maider López preparando su salida del postminimalismo en lugar de imaginarla introduciéndose en él no la convierte en algo único, pero la coloca en extraña compañía. Por lo que sé, no tiene relación alguna con los artistas conceptuales ingleses de Art & Language (en adelante A&L) y, sin embargo, lo que tales artistas puedan decir acerca de su propia obra puede arrojar luz sobre la esencia del arte de López. Pero seguidamente debo señalar que supongo que habrá ciertas reticencias en torno a que las ideas de A&L puedan servir para el arte de López, y puede que la obra de la que voy a tratar haga aflorar dichas reticencias. Por lo tanto, si se puede arrojar algo de luz, no es porque las inquietudes de unos y otra coincidan. Dicho sea francamente, me voy a tomar ciertas libertades.

En el texto para la Guía Ilustrada de su exposición de 1999 en la Fundació Antoni Tapies, A&L reiteran una y otra vez que sus pinturas acentúan la cualidades literales de los objetos visibles. Ellos «dicen» lo mismo con su obra. Delante de algunos de los cuadros se han colocado láminas de cristal para introducir al entorno y al espectador en el campo visual de las obras. En otros la pintura es aplastada y presionada desde detrás del cuadro a la parte posterior del cristal para oscurecer la pintura, y en uno o dos cuadros hay pósters con textos impresos pegados a los cuadros, con resultados evidentes. En una serie de obras de 1993 y 1994, los cuadros estaban apilados en cajas, ocultos, escondidos, encerrados y fuera del alcance de la vista. Como dice David Batchelor, “la pintura se prolonga y es obstruida. La pintura se prolonga y es obstruida. La pintura es obstruida y se prolonga”.

A&L han utilizado diferentes expresiones para describir y explicar qué hacen con las pinturas y sus espacios virtuales, y asimismo han utilizado diferentes estrategias y métodos para violarlas (puede que violar sea una palabra un poco fuerte). Una versión sobre sus obras, que no merece más crédito que cualquier otra versión, sugiere lo siguiente: el acto “aísla” la imagen pictórica o virtual. Si ello simplemente se limitara a cubrir literalmente la pintura o la imagen, no tendría consecuencia alguna. Pero algo más decisivo está ocurriendo. Lo que se le ha hecho a la pintura se ha hecho en referencia a su pictoricidad. En estas obras la pintura es obstruida en la medida en que la imagen es —en la jerga psicológica— llamada desde el otro lado. En consecuencia, la imagen resulta no tanto una pintura, sino un objeto. Y uno se da cuenta de ello por el hecho de que a menudo los cuadros hay que observarlos oblicuamente: estirando el cuello para evitar los reflejos, pegando la nariz al cristal para ver tras él, imaginando qué más hay más allá de los bordes visibles.

No resulta apropiado redescribir el proyecto de A&L en relación al reto elegante y anticuado que supone la distinción entre pintura y escultura. Escondido en esas ideas y prácticas se advierte un profundo rechazo hacia algo más grande que el decoro de la alta modernidad. Un aspecto vital de las «pinturas» de A&L es que entran dentro de la categoría de Donald Judd de “ni pintura ni escultura”; pero lo que realmente las caracteriza es que no son ni pintura ni escultura porque impiden que el espectador las vea (que las vea como arte visual o que las vea en absoluto). En este caso el propósito no es el mismo que el de los “objetos específicos” de Judd. No es simplemente que los términos (o categorías o tradiciones) pintura y escultura se hayan vuelto problemáticos; el arte en sí mismo, o al menos lo que hacemos cuando contemplamos arte o cómo contemplamos arte, se ha vuelto irremediablemente problemático. No nos recuerdan que el arte es culpable de esto o de lo otro, sino que se oponen a los medios por los cuales la división cultural se hace notar en las formas de placer comprendidas en el arte y en las correspondientes cualidades de los objetos artísticos.

Estoy tratando de ofrecer una idea de hasta qué punto puede llegar —y en el caso de A&L llega— a ser profundo el compromiso de transformar una pintura en un objeto (que no es ni pintura ni escultura). Mi labor es tanto más difícil cuanto que la primera parte de esta fórmula (el punto intermedio entre la pintura y la escultura) se ha convertido en un tópico. A pesar de la facilidad con que los artistas jóvenes realizan objetos (ni pintura ni escultura) hoy en día, A&L se ha trazado el objetivo de transformar las pinturas en objetos porque ello alberga una impresionante amenaza cultural y política. Ellos explican el asunto de la siguiente manera: “En el arte conceptual de la primera época, la supresión del espectador en trance no era simplemente una necesidad vanguardista. Sólo bajo esas formas de práctica postminimalista […] podía la idea del arte-al-servicio-de-la-mente de Duchamp establecerse plausiblemente en oposición a la opticalidad de Greenberg. En el arte conceptual digno de dicha denominación, lo que estaba en juego no era la mera posibilidad de instalar el arte como idea, como una nueva forma anti-visual de arte preconcebido. El objetivo fundamental era desalojar al señor empiricista —el guardián simbólico de la consideración contemplativa del conocimiento— de su posición de árbitro de lo valioso en la cultura en su totalidad. Él y su supuestamente desinteresada visión tenían que ser descalificados para poder establecer un movimiento crítico y social en su lugar. Y para ello era preciso no un nuevo hermetismo en torno al arte como idea, sino una práctica que pudiera ser compartida en torno al arte como ideas; no imágenes hechas de palabras, sino una incursión de interpretaciones rebeldes en las superficies inmaculadas del arte. El cometido era evitar que la pretendidamente icónica superficie de la obra de arte enmascarase por más tiempo su carácter causal y clasificatorio; en otras palabras, impedir que la visión autorizada acerca de la apariencia del arte imponga su visión acerca del lugar que ocupa el arte en el mundo que lo produce”.

Es por ello que la postura inicial de A&L era plantear problemas en torno a la distinción cultural entre el espectador y el lector, o entre el artista y el orador/escritor, no simplemente cuestionar la división entre la escultura y la pintura, o denunciar la aportación de la modernidad a dicha división. En otras palabras, existe una línea de pensamiento que considera que la postura radical del minimalismo al unir y eliminar los límites entre la pintura y la escultura no es suficientemente radical.

Mi intención no es ciertamente exponer razones para que Maider López sea situada en la línea dura del conceptualismo. Sin embargo, parece pertinente señalar cómo A&L puede allanar el terreno más allá del consenso postminimalista, permitiéndonos pensar en las desviaciones de sus prácticas normales como algo más que errores o malinterpretaciones históricas. Resulta poco serio aplaudir todos los errores y malinterpretaciones como creadores de nuevas actitudes en el arte. Lo que yo pretendo es ofrecer una interpretación seria del extrañamente lírico postminimalismo de Maider López que ni destruya el lirismo a través de su superioridad analítica sobre el postminimalismo estricto ni amortigüe los golpes de la crítica postminimalista a través de una generosidad sentimental para con el espíritu humano de su lirismo. Creo que esto es importante, porque resulta fácil permitir que el lirismo se trivialice si el peso del postminimalismo se utiliza para apoyar la obra y, al mismo tiempo, minar lo que denomino lirismo de la obra. Las obras de Maider López que guardan un parecido más que superficial con los trabajos de A&L tratados más arriba constituyen un buen ejemplo de lo que estoy exponiendo. Ella ha realizado varias obras que dan la espalda al espectador y están puestas de cara a la pared.

Valiéndose de tablones ajustados al tamaño de las paredes, Maider López ha construido paredes falsas que se apoyan contra, aunque no exactamente sobre, las paredes de la galería. En tales circunstancias es posible, por supuesto, entrar en la galería y pensar que no hay nada en el interior, porque las obras se esconden bastante bien cuando se disfrazan de paredes. Sin embargo, cuando las miras de cerca anamórficamente, por así decirlo, hay un hueco bastante grande entre la pared verdadera y la falsa y, en ese hueco, una sorpresa inevitable. El hueco rezuma un color cuyo origen no puedes detectar inicialmente. No puedes ver una superficie pintada y no hay luces eléctricas, pero el espacio está no obstante —y mágicamente— iluminado con un color brillante. Incluso cuando caes en la cuenta de que el color está siendo reflejado en la pared desde la superficie pintada de la tabla de enfrente, la magia no desaparece y, lo que es más importante, a consecuencia de ello no te imaginas que estás mirando a un cuadro vuelto hacia la pared. De hecho, puede que nunca se te ocurra que el color que ves entre el objeto y la pared tenga nada que ver con la pintura. Hasta ahora, pues, aparte del pequeño misterio que envuelve a la obra de Maider López, parece que hay coincidencias significativas entre estos trabajos y las “pinturas aisladas” de A&L. Ambos implican un volver la cara literal con respecto al espectador y, al hacerlo, la pintura se convierte, entre otras cosas, en un objeto.

Más que poner su pintura contra la pared, Maider López transforma la pared en compañera de la pintura al dramatizar su relación. En consecuencia, no transforma la pintura en algo más parecido a una pared, sino que transforma la pared en algo más parecido a una pintura. Es sobradamente conocido que el arte postminimalista incorpora el espacio de la galería a la experiencia del material gráfico; elimina la distinción entre el espacio formal del material gráfico y el espacio literal de la galería. Pero lo hace en la dirección del espacio literal de la galería: el arte se vuelve asimismo literal. Maider López invierte el movimiento, incorporando la galería al espacio formal de la obra. Esto es, en parte, lo que quiero decir cuando me refiero a su lirismo. Lo que también quiero decir con ello es que, en la obra de Maider López, en los intercambios entre pintura (u objeto) y pared (o pintura) se impone lo formal (sobre lo literal), lo cual desencadena toda clase de interpretaciones líricas. Sus paredes falsas no acentúan la presencia de las paredes reales en el espacio, sino que las arrastran al espacio ficticio de la pintura. Y las paredes se convierten en ventanas o puertas, en cortinas inmateriales a través de las cuales podemos vislumbrar algo más allá.

Es por ello que, tras haberme aventurado a interpretar que las capas de láminas de papel coloreado pegadas a la pared pudieran resultar algo sexy, advertí —o prometí- que este era sólo el principio—. Una capa da paso a otra, permitiéndonos atisbar, a través de una de las mirillas, no solamente la pared que hay tras ellas, sino el extraño mundo tras la pared. O, si el origen está en el otro lado, si en lugar de quebrarse esa capa superficial y revelar las verdades subcutáneas, esas mismas corrientes internas se están abriendo paso hacia la superficie, entonces existe una fuerza misteriosa en el camino que la pared no puede detener. La pared ha sido hechizada y no va a ofrecer ninguna resistencia al etéreo intercambio que alberga. Es imposible decir qué hay al otro lado de la pared, pero arroja una luz difusa tan maravillosa que resulta difícil no atribuirle cualidades benignas. Quizás se trate del mismo Nirvana, o, siguiendo un pensamiento más secular, de la Utopía. Ello no significa que vayamos a dirigirnos directamente hacia la salida. La misma luz emanaría, supongo, de las luces futuristas de un vehículo que se acerca, o del resplandor ardiente del infierno. Así que ojo, más allá de la pared existe otro mundo y puede que tú no pertenezcas a él.

 

DAVE BEECH es artista y vive en Londres

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