Isabel Coixet, 2005

38 pasos alrededor de Maider López

Estoy delante del pabellón de Italia de la Bienal de Venecia. Un calor infernal. Al lado hay una cafeteria provisional donde el café (illy, faltaría más) es rico y los tramezzini de speck y ruccola, aún más. Me preparo para pisar a Maider López.

Cuando se abren las puertas del pabellón, respiro hondo, entro despacio. Hay 38 pasos entre la puerta y el resto de las instalaciones. Camino lentamente al principio, con una cierto temor reverencial sobre los tablones de madera gris de bordes pintados de color naranja sanguina. Empiezo con timidez. Estos tablones, su ligera oscilación, me hacen pensar por primera vez en mucho tiempo qué es andar, qué efecto tiene en nosotros el suelo que pisamos, qué diferencias hay entre los que andan mirando las nubes y los que miran el suelo, quienes somos cuando estamos parados, quienes en marcha……

Me paro al otro lado y miro el trayecto que he realizado. Detrás de mí otros pisan esa madera y veo pequeños recorridos de naranja que marcan las trayectorias de personas que por un momento forman parte de la obra de Maider: turistas islandeses con cortes de pelo atómicos y sandalias fluorescentes (más tarde veré que son los artífices del pabellón de Islandia), una pareja de ingleses con pinta de la versiòn no arty de Gilbert & Georges, escolares italianos con mochilas de Shin Chan y multicolores zapatillas que dejan un rastro de piedra y caramelos pisoteados….. Decido cruzar otra vez en sentido longitudinal, hago mío este territorio, pienso en tumbarme en él si los celosos celadores me lo permiten, decido no hacerlo aunque es lo que me pide este suelo, esta obra. Me gustaría escuchar una canción de Nick Cave o de Nick Drake, o de cualquier Nick oscuro, me gustaría que hubiera un silencio total. Que los niños y sus mochilas y sus gritos se callaran.

La obra de Maider no grita: susurra. Nos fuerza con delicadeza a reexaminar nuestro entorno y a nosotros mismos, nuestras calles, nuestros bosques, nuestro lugar de aparcamiento, nuestro código de conducta urbano.

No aspira a que todo eso cambie pero sí a que lo reevaluemos con ojos nuevos. A través de sus intervenciones, nos hace un regalo de incalculable valor en este momento en que las toneladas de hastío de lo cotidiano pueden ahogar con su carga gris (o verde, que hasta un bosque puede llegar a producir hastío, aunque más vale un bosque hastiado que ninguno) nuestra vida: el regalo de sentir que andamos por primera vez, que vemos un bosque por primera vez, que las calles de nuestra ciudad no nos vomitan encima las excelencias de un yogur o de un matarratas o de la cirugía estética, que el espacio que ocupamos nos pertenece.

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